Mundial 50: el ensordecedor silencio del Maracaná
Por Héctor Suárez para www.elchorrillero.com
Pasar a la historia es el destino natural de los grandes triunfos. Pero lo difícil es que una derrota quede grabada para siempre en los libros y la memoria. Cuando Uruguay marcó el 2-1 y se proclamó bicampeón del mundo el 16 de julio de 1950 consiguió una gran e inolvidable victoria, sí, pero el festejo fue completamente eclipsado por las impresionantes consecuencias del lado brasileño.
La historia de la final de la cuarta copa mundial de la FIFA es, sobre todo, la de una derrota inesperada y chocante. Y de un silencio colectivo como nunca hubo en el fútbol.
Incluso entre los uruguayos, extasiados por un título que los mantenía invictos en participaciones mundialistas, nada llamó más la atención que el hecho de sentirse, de un momento a otro, en el medio de un gigantesco velatorio.
Alcides Ghiggia, autor del tanto que culminó la remontada uruguaya y dio el título a los suyos dijo años después: “Tan sólo tres personas, con un único gesto, han hecho callar a un Maracaná con 200.000 espectadores: Frank Sinatra, el Papa Juan Pablo II y yo”.
¿Ya ganó?
Fue el último encuentro del cuadrangular y a Brasil le bastaba un empate. Pero a los anfitriones ni siquiera les pasaba por la cabeza la idea de igualar. No después de golear a Suecia por 7-1 y a España por 6-1, mientras que los uruguayos únicamente habían sido capaces de doblegar de manera ajustada a los suecos (3-2) y registrar un 2-2 ante los españoles.
El centrocampista Zizinho cuenta: “En la víspera del partido, firmé más de dos mil fotografías con la frase ‘Brasil campeón del mundo”. Y el técnico brasileño, Flávio Costa, admitiría después: “El destino nos humilló. Una cosa fue decisiva: el ‘está ganado’ de los seguidores, de la prensa, de los directivos”.
Cambio de rumbo
Ese “está ganado” no se limitó a los días anteriores a la contienda: se adueñó del Maracaná durante casi todo el partido. La primera mitad terminó sin goles, pese a las 17 ocasiones de los brasileños y las seis de los uruguayos.
En la reanudación Friaça marcó y en la cabeza de los 52 millones de brasileños, era el gol del título.
El punto de inflexión
El capitán uruguayo Obdulio Varel entró en acción. Recuerda Óscar Míguez: “Obdulio se quedó un minuto gritando con todo el mundo: árbitro, asistentes, los brasileños, nosotros mismos. Y no soltaba el balón. Cuando fui a por él para reanudar el partido, gritó ‘o ganamos aquí, o nos matan’. Era una orden”.
Una orden de esos capitanes no se podía desobedecer. Un duelo en la punta derecha del ataque uruguayo. Ghiggia con el balón dominado en un mano a mano con Bigode. El habilidoso delantero superó a su marcador, corrió hasta la línea de fondo y cruzó bajo para que anotara Juan Schiaffino. “Se hizo un gran silencio”, recuerda el guardameta Máspoli. “En aquel instante, tengo la certeza de que todos los brasileños sintieron miedo de perder”.
De nuevo, Ghiggia frente a Bigode. Y el uruguayo volvió a imponerse. “Por el medio, venía corriendo otra vez Schiaffino, esperando el pase hacia atrás, como en el primer gol”, cuenta Ghiggia. “Barbosa también pensó en la repetición de la jugada anterior y se adelantó para cortar el cruce. Vi la oportunidad de rematar directo a gol”.
Disparó. Su único tiro al arco en todo el encuentro. El balón se introdujo entre el poste izquierdo y el portero brasileño. Había ocurrido lo imposible, y Barbosa cargaría para siempre con un exagerado peso de culpable. “Fue la manera que encontré de entrar en la historia de Brasil”, lamentaría, con humor melancólico, el ex guardameta años después. “En este país, la pena máxima para un crimen es de 30 años. Yo no soy un delincuente y ya he cumplido diez más. Tengo derecho a dormir tranquilo”, clamaría en una entrevista realizada en 1994, seis años antes de su muerte.
Cuando el inglés George Reader señaló el final del encuentro, envolvió el Maracaná un aura de incredulidad y tristeza tan densa que, incluso entre los uruguayos, el recuerdo es más de conmoción que de explosión de alegría.
El propio Presidente de la FIFA en aquella época, Jules Rimet, dedicó a esos momentos posteriores al final del encuentro una parte interesante de su libro La historia maravillosa de la copa mundial: “A falta de algunos minutos para la conclusión del partido (que iba 1-1), dejé mi puesto en la tribuna de honor y, preparando ya los micrófonos, bajé a los vestuarios, ensordecido por los gritos del público. (…) Yo seguía en dirección al campo y, a la salida del túnel, un silencio desolador había ocupado el lugar de todo aquel júbilo. No había guardia de honor, ni himno nacional, ni entrega solemne. Me vi solo, en medio de la multitud, empujado hacia todos lados, con la copa bajo el brazo. Acabé por encontrar al capitán uruguayo y, casi a escondidas, se la entregué”.
Aquel gesto registraba oficialmente una victoria valiente y brillante y plasmaba una derrota aplastante y eterna, que ni los cinco títulos mundiales conquistados luego por los brasileños, conseguieron apagar.