Mussolini sonrió en el primer mundial europeo
Por Héctor Suárez para el www.elchorrillero.com
Italia consiguió su primer Mundial en pleno apogeo del fascimo. La victoria fue en la prórroga de la final frente a Checoslovaquia para tranquilidad de Mussolini y de todo un país.
Italia acogió el Mundial de 1934, el segundo de la historia y el primero en el continente europeo. Benito Mussolini, que no era aficionado al fútbol, sabía de la trascendencia que tenía en el ámbito social. El régimen fascista vio la posibilidad de difundir su ideología y exhibir la fuerza militar que disponían.
Mussolini y su aparato habían diseñado una Italia en la gran final. Más allá de las polémicas decisiones arbitrales, los italianos contaban con un plantel de gran nivel, en el que destacaban el guardameta Gianpiero Combi, Giuseppe Meazza, Angelo Schiavio y los oriundos de Argentina: Enrique Guaita, Raimundo Orsi, Atilio Demaría y Luis Monti.
Este último fue el mediocentro de la selección argentina en el Mundial de Uruguay 1930. En el Mundial su papel fue clave para que Italia alcanzara la final, especialmente por su actuación en la semifinal ante Austria, en la que hizo un agresivo marcaje a Matthias Sindelar, la gran estrella centroeuropea.
La selección checoslovaca era un brillante equipo formado por los mejores jugadores del Slavia y el Sparta de Praga. Ferdinand Daučík, Nejedly y el extraordinario guardameta, Frantisek Planicka, posiblemente el mejor jugador del torneo, fueron sus estrellas.
La gran final se jugó en el Stadio Nazionale Fascista de Roma ante 45.000 espectadores que abarrotaban las gradas en un clima de exaltación nacional. El Duce estuvo en el palco, eufórico y saludando al público que tenía a su alrededor. La tensión se palpaba en las gradas y el césped.
La selección checa comenzó mejor y marcó Antonin Puc en el minuto 15. A partir de ese momento, comenzó un asedio infructuoso de la selección azzurra, con más corazón que cerebro.
En el descanso un hombre de Mussolini entró al vestuario y entregó una nota manuscrita al seleccionador italiano que decía: “Señor Pozzo, usted es el único responsable del éxito, pero que Dios lo ayude si llega a fracasar”.
El clima de tensión entre los jugadores italianos era palpable. Sabían que la espada de Damocles pendía sobre ellos en caso de una derrota. En el minuto 73, Svoboda tuvo una ocasión y dejó muda a la hinchada italiana.
Cuando parecía que el título se escapaba, el extremo izquierdo italo-argentino Raimundo Orsi, logró el gol del empate. El Duce y sus acompañantes en el palco saltaron aliviados.
En la prórroga los jugadores estaban agotados física y psíquicamente. Si uno de los equipos lograba marcar, decantaría la final para un lado o el otro. En el minuto 95 marcó Schiavio y la azzurra festejó. La escuadra italiana se atrincheró cerca de Combi. Checoslovaquia ya no tenía fuerzas para más. Cuando Eklind, pitó el final, también se sintió aliviado. Italia era campeona del mundo, Mussolini sonrió y los jugadores y técnicos pudieron respirar tranquilos.