Barrio Monseñor Di Pasquo: donde los olivares reflejan una identidad
La energía que emana remonta al andar de un pueblo. Esconde entre sus calles una historia rica pero simple.
Al caminar las veredas que lo circundan, los pequeños detalles cotidianos que muchas veces pasan desapercibidos se refuerzan; y sorprenden a quienes levantan la vista para vislumbrar los tesoros populares que se guardan entre los recuerdos de los vecinos.
Graffitis llamativos, fachadas de casas antiguas, ranchitos que son el reflejo de los caseríos de antaño, vecinos de edades diversas que confluyen en un mismo sentido de pertenencia, senderos de gramilla desgastada por el andar y una múltiple presencia de religiones, son tan solo algunos de los aspectos con lo que cualquiera puede toparse al caminar por el Monseñor Di Pasquo.
De todas las características que lo conforman, hay al menos tres que se destacan: la cantidad de iglesias de distintos credos, la división imaginaria que originó el “barrio Los Olivares”, y la importancia de la comisión vecinal en su rol comunitario.
Los Olivares, una demarcación establecida por los vecinos
De acuerdo al secretario de Infraestructura de la Municipalidad de San Luis, Enrique Picco, los límites oficiales son trazados por la Avenida Justo Daract (hacia el este), 9 de Junio (hacia el sur), Sargento Baigorria (hacia el norte) y Avenida Fuerza Aérea (al oeste).
Sin embargo el acervo popular graficó en medio de las arterias una división que originó lo que la voz de sus habitantes denomina “barrio Los Olivares”.
Según el testimonio de los vecinos, deviene de la presencia de las plantas que decoran la zona y establecieron una suerte de diferenciación entre los habitantes.
Esta circunstancia se selló en el colectivo imaginario de los puntanos al punto de que si uno toma un taxi, por ejemplo, y pide ser trasladado a la zona no es extraño que el conductor consulte cuál de los barrios se trata.
Otro ejemplo son las pintadas y murales que se ven al recorrer las calles. Allí demuestran que el sentido de pertenencia de los vecinos se divide en dos partes.
Esto se vuelve a demostrar en espacios verdes de la zona, tal como el nombre que le otorgaron a una pequeña plaza: “Plaza los Olivares”.
Los propios vecinos lo reconocen así, aunque el concepto entra en conflicto al toparse con la Comisión Vecinal Barrio Di Pasquo, que se ubica en Los Olivares.
Tales divergencias tienen quizá su fundamento en que el barrio no se proyectó desde la perspectiva de viviendas sociales, sino que se fue estructurando a medida que compraban los terrenos de las quintas de las familias Grillo, Molino, Cabalera, entre otros.
El día a día
El movimiento comienza a media mañana, más allá de que algunos vecinos perfilan los mates donde graban sus anécdotas desde el alba.
Cerca de las 9 sólo hay algunos comercios abiertos entre ellos un corralón, algunos talleres mecánicos, y un par de despensas.
Pasadas las 10, el resto de los comerciantes abren sus puertas al público, y los cochecitos de bebés, bicicletas, autos y motos recorren buena parte de la zona.
La energía que emana remonta al andar de un pueblo, incluso arquitectónicamente da la sensación de que se tratara de una localidad dentro de San Luis, donde al llegar a las avenidas la realidad de autos y vorágine regresan al contexto de ciudad.
De alguna forma también guarda algunos vestigios de la tranquilidad que se vive en los pueblos, de hecho algunos vecinos como Juana Campos, una abuela de 78 años que dialogó con el equipo de elchorrillero.com luego de hacer sus compras, definió que aún se vive la paz que supo haber 50 años atrás, cuando apenas existían algunas casas.
“Yo viví toda mi vida en el barrio. Estoy en lo que era la casa paterna de mi esposo, tengo dos hijos, nietos y bisnietos, aquí pasó toda mi historia”.
Como toda persona que carga en su haber algunos cuántos años de experiencia, rememoró las épocas en las que se brindaba en las Navidades y se tomaban infinitos mates que afianzaban la amistad; y lejos de caer en el pesimismo, enunció que “han quedado muchos vecinos unidos”.
El andar de una joven madre que caminaba a un costado de la calle mientras su pequeña se adelantaba en una bicicleta con rueditas, se diferenció del de cualquier puntano apresurado por llegar a cumplir las exigencias de agenda. Y eso pasa porque en el barrio pareciera ser que el tiempo no existe y que pasa a un segundo plano.
El famoso “Tole” Leopoldo Toledo, un abuelo de 87 años que se gana la vida atendiendo su kiosco, recibió a los periodistas mientras vendía sus pastelitos y tortas fritas, que son las exquisiteces de la zona.
Con el abrigo de su esencia de hombre de palabra, abrió las rejas y dejó ingresar a El Chorrillero.
La chaquetilla celeste que portaba como en los tiempos en los que el vestuario era el símbolo de la pulcritud, hacía juego con un banderín de Racing, el club de sus amores, y con todo el contexto de su negocio que capturara el testimonio en los años 70.
“Yo antes era constructor y cuando dejé el oficio empecé a construir este local para entretenerme, hará unos 10 años atrás más o menos. Pero esta propiedad la adquirí hace unos 40 años, en la época en la que sólo había dos o tres casas y lo más esencial, el talita del amor”, expresó con la picardía en sus labios.
Lo que el “Tole” añoró fue la seguridad que solía haber y lo hizo indicando las rejas con las que debe atender al público: “Ahora hay muchos delincuentes, me entraron a robar 5 veces en un mes, me sacaron todo, la gente de ahora tiene otro sistema de vida, por eso atiendo encerrado”.
El comerciante recordó además lo que definió como “el criadero de los chicos”, que no era más que su don de buen vecino que compartía con los niños del barrio, a quienes llevaba a la escuela Chile o los acompañaba a jugar.
“Hay jóvenes de 30 años que se acuerdan que yo los acompañaba al colegio. Todos me conocen, la gente es amiga mía pero en general los chicos, ellos se juntaban con mis nietos y hacían barritas que iban a jugar a la pelota al campito”, agregó.
Ahora disfruta sus días cocinando “los mejores pastelitos y tortas fritas” en los que implementó la “modernidad” utilizando máquinas para amasarlos.
“Siempre hice estas comidas. Tenía una pareja que falleció con la que preparábamos los pasteles, compartíamos todo, si ella hacía las tortas yo las fritaba”, recordó.
Al “Tole” no le gustaba la idea de tener una casa de barrio, por lo cual se compró la esquina en la que vive para establecerse “sólo”.
Según describió, el lote (de 12 metros por 40) era de un gasista que lo vendió para adquirir intereses que pagaba el banco.
Por su parte, el carnicero Humberto Moreno, se tomó unos minutos para hablar mientras repartía unos cortes de asado.
Describió que pasa prácticamente todo el día en el mercadito donde atiende y de alguna manera esa carga laboral lo faculta como un vecino que forma parte de la vida del barrio.
Moreno trabaja y vive en el Di Pasquo, aunque antes no era del barrio sino que llegó “de prestado” cuando conquistó a su esposa: “Yo no era de acá, me trajeron para cuando conocí a mi señora, primero me vine al Amep cuando lo entregaron y luego me crucé unos metros para este lado”.
“Cuando abro están los típicos vecinos que llegan temprano y me retan si atiendo tarde. Las pocas veces que cierro me buscan y me preguntan por qué no abrí”, contó.
Como muchos comerciantes, aún conserva las clásicas libretas que alivian los bolsillos de quienes no llegan a fin de mes pero también se adecuó a lo actual y recibe tarjetas de crédito.
Según Moreno al menos en su zona hay seguridad, aunque hay hechos delictivos “como en todos lados”. Lo que sí aseguró es que se trata de un barrio “muy particular”, donde las calles fueron de tierra hasta hace “8 o 10 años”, y la esquina José Hernández poseía un grifo de donde se sacaba el agua.
“Algunos iban a buscar agua y encontraban amores. Otros se enamoraban en un salón de baile. Esos romances eran secretos a voces”, aseguró entre carcajadas.
Los credos
Otro aspecto que hace particular al barrio es la presencia de diferentes credos. Además de tener tener una iglesia católica, donde los fieles asisten cada domingo a misa, hay alrededor de cuatro evangélicas.
Cada una de ellas pertenece a diversas doctrinas y brindan actividades a la comunidad tres veces a la semana, por lo menos.
La Iglesia Pentecostal Pueblo de Jesucristo, tiene una “escuelita dominical” donde enseñan música, teatro y danza gratuitamente a los niños, con una merienda que consta de una chocolatada con tortitas.
Si bien en un primer momento su sede estaba ubicada en el Barrio AMEP, hace 3 años encontraron un recinto en el Di Pasquo capaz de albergar unas 80 personas que asisten.
La relación con los vecinos y la iglesia es de “apoyo mutuo”, tal como lo describe la pastora, Liliana Figueroa. Ejemplo de ello son las fechas especiales como el Día del Niño donde, conjuntamente, organizan una jornada con juegos y regalos.
Además le atribuyó la presencia de la iglesia dentro del barrio a la tarea social y de contención que desempeñan.
Según Figueroa, la tarea que llevan adelante “va más allá”. Todos los sábados en su salón ubicado en la esquina de Francia y 9 de Junio, reciben a jóvenes y adultos con problemas en adicciones tanto a las drogas como al alcohol.
Allí realizan talleres y charlas que sirven para que las personas logren “superar los problemas” y aseguró que en el último tiempo “hay más flagelos para combatir”.
“La parte nueva”
El sector que más actividad tiene y que más vida posee es la “parte nueva” como le atribuyen los vecinos. A los comercios ya establecidos adentro del barrio, se le suman otros que se fueron creando con el pasar de los años en la zona oeste.
Ocupa unas cuatro cuadras en total, sobre todo a lo largo de la Avenida Fuerza Aérea. Tanto así, que a en 50 metros hay ocho negocios de diferentes rubros.
Allí se encuentran verdulerías, una panadería, una carnicería, kioskos y hasta una fábrica de pan rallado. También se le agrega un supermercado chino llamado “El oriental” que se instaló hace 4 años, aunque la familia que lo administra está en la provincia hace 8.
Liliana Muñoz, propietaria de uno de los comercios, se dedica a la venta de muebles de madera y la atención es “personalizada”. Con el simple hecho de entrar al local, la mujer le ofrece a los clientes un mate para entrar en confianza y poder tener una charla amena sobre los artículos.
Más allá que se instaló hace 3 años exactamente, el contacto con las personas la convirtieron en “una más”.
El Club EFI y la Escuela Nº 312 República de Chile que colindan con el barrio, “le dan vida” a la economía del lugar, y hasta el tránsito de vehículos que se dirigen hacia el norte o ingresan a la ciudad son claves para las ventas.
“Mucha gente que se va para el interior como para San Gerónimo se detiene a comprar o solo mirar. La ubicación es muy buena”, comentó la mujer.
Monseñor Di Pasquo, la historia
El nombre del barrio deviene de quien fue el segundo obispo de la provincia. Según detallan los archivos, Di Pasquo quedó a cargo de la diócesis en el año 1947 y efectuó misiones rurales y educativas con un impulso especial hacia los jóvenes.
Si bien no se consiguieron datos concretos de las razones por las que bautizaron con su nombre al barrio, de acuerdo a fuentes consultadas en la Diócesis local, se debe a que el obispo “se ocupó mucho pastoralmente y socialmente para el desarrollo de la barriada del norte”, creando para este propósito la Parroquia San Roque, con la que atendió las necesidades de la zona que incluye al barrio.
En ese sentido desde la Iglesia San Roque se empezó a crear todo el desarrollo social y cultural de la zona tal como el establecimiento educativo mencionado (que antes se ubicaba dentro del Di Pasquo en lo que es actualmente el edificio de la capilla San José) y el primer cine popular.
Por su parte, el presidente de la comisión vecinal, Edgardo Velázquez, también dejó sus impresiones.
“Yo llegué en 1978 al barrio, y por ese entonces ya estaba bastante poblado. Sin embargo no había agua, luz, mucho menos cable y teléfono (sólo llegaba hasta la Avenida Fuerza Aérea)”, según detalló.
Con la gestión emanada desde la comisión de fomento (fundada en el año 1969), acordaron que la Municipalidad trajera el agua con la condición de que los vecinos cavaran las zanjas respectivas.
De la misma manera y tras varios intercambios de notas con el municipio, consiguieron el resto de los servicios. “Antes nos alumbrábamos con farolas y cuando trajeron la luz lo hicieron por partes”, aseguró.
El único detalle que añora es la tranquilidad de los tiempos en los que los terrenos estaban abiertos, sin medianeras, épocas en las que había algunas pocas casas y se vivía prácticamente como en un campo.
“Éramos humildes, pero felices”, sostuvo.
También recordó cuando instalaron las cloacas, trabajos donde la Municipalidad aportó la mano de obra y los vecinos los caños. Para ello la comisión cobraba una cuota y lo recabado se destinaba a la adquisición del material.
“Algunos no pagaron, ya sea por pícaros o porque en verdad no podían hacerlo, sin embargo desde la comisión se les hizo instalar el servicio”, indicó.
La comisión fue tomando relevancia para los vecinos y con el tiempo construyeron un predio que cuenta con dos salones. Hasta hace 10 años funcionó un centro de salud, luego lo trasladaron al Amep y el edificio sirvió para el uso comunitario.
“Ahora se usa como centro para fines deportivos, artes marciales, clases de apoyo escolar, danzas, distintas actividades para integrar a la juventud, a la familia”, indicó.
En un momento se le consultó qué sentía al formar parte de la barriada y en un minuto que pareció un siglo, guardó silencio, miró la nada y con un nudo en la garganta dijo: “Siento emoción, nosotros vivimos bien acá, tranquilos, estamos orgullosos, de hecho hace unos meses estaba pensando en vender la casa y mis hijas me pidieron que no, que acá habían pasado su vida”.
Lo cierto es que las palabras de Velázquez y su sentido de pertenencia, representan a la mayoría de los vecinos que en la cotidianeidad demuestran que con el paso del tiempo, el cariño por el Barrio Di Pasquo no se termina.
Informe: Nicolás Gatica Ceballos, Julián Pampillón; Producción: Catalina Ysaguirre; Video: Víctor Albornoz; Edición: Nicolás Miano y Fotografía: Marcos Verdullo