El rostro de la pobreza y la postergación de San Luis; donde el tiempo pasa y la vida empeora
Es un asentamiento que queda a 5 minutos del centro de la ciudad. No hay datos oficiales que permitan saber cuánta gente vive ahí, ahora, en la extrema vulnerabilidad. Para el Gobierno nacional es uno de los 20 barrios populares que crecen en San Luis.
Sobreviviendo, es el título de la canción que mejor encaja si hay que referenciar cómo pasan los días las miles de personas que habitan un asentamiento ubicado a 17 minutos de la Casa de Gobierno. Situado al oeste, es uno de los sectores más pobres de la cuidad, donde los servicios básicos no existen (y tenerlos sería el verdadero lujo). Donde los derechos de los niños son vulnerados. Donde la gente cocina cuando tiene, y cuando no, se alimenta gracias a los comedores: el brazo solidario que significa todo para una comunicad que no tiene nada.
Los primeros habitantes comenzaron a ocupar las tierras a finales de 2015, principios de 2016. Y un año más tarde (el 17 de octubre) los vecinos lograron conformar la primera comisión. Una parte de ellos pudo cambiar las paredes de palos y nylon por los bloques de cemento o ladrillos, y ese es el avance, estructural, que transitó el barrio en toda su vida.
Para los que pudieron “es un progreso” personal. Otros, muchos, no han logrado salir de las casillas que se aferraron a los árboles, cuando ahí era todo monte. Esas que se improvisan como ranchos que sirven para que la lluvia no moje tanto, aunque inundarse con cada tormenta es un poder natural incontrolable, como las arañas o las víboras, o los mosquitos.
“Cada vez hay más gente”, repiten los vecinos más antiguos que conocen muy bien la historia. “Todo sigue igual”, respondió José Villegas cuando un equipo de El Chorrillero lo vistió 3 años después. Pero algunas cosas se observan peor. Las calles son pantanos, y los yuyos que los rodean, no paran de crecer porque nada en ese barrio tiene un mantenimiento municipal. Los vecinos siguen acarreando el agua con baldes y llenan tachos. La luz continúa siendo un drama peligroso. Y tener la red cloacal, es solo un sueño.
Celeste no tiene problemas en mostrar cómo vive. Habita una casilla junto a su pareja, que es un beneficiario del Plan de Inclusión Social, y los tres hijos de él. Tiene solo dos camas, y porque las lluvias mojaron una parte de los colchones, están durmiendo todos juntos.
Adentro el espacio es muy pequeño. El calor comenzó a despedirse en marzo, y el clima empieza a preocupar por las noches. Porque el frío duele, entra por todos lados.
La pandemia desgranó la pobreza en el vecindario, lo atravesó. Y en las casas, cualquier mediodía, lo que se siente es el olor a la pobreza. No hay olor a comida. ¿Cómo se alimentan, si ni siquiera tienen una cocina, o lo que es peor, ni un poco de verdura o un paquete de arroz? “Se come cuando hay”. Ese es el presente de una incontable cantidad de familias.
A finales de 2017 El Chorrillero mostró por primera vez cómo crecía una villa miseria a las sombras de la ciudad, detrás del Barrio 9 de Julio. Un puñado de casillas “escondidas” al oeste, a 5 minutos del centro de la capital puntana. Pasaron cuatro años y cuatro meses, y casi nada cambió.
El barrio son unas 78 hectáreas, donde según el único relevamiento que hizo la Municipalidad en 2018 había más de 1200 lotes. Cada uno de los lotes tiene una superficie de 300 metros cuadrados, y en ese pedazo de tierra hay en muchos casos hasta dos casas. Para esa época ya se habla que eran más de 11 mil las personas que lo habitaban.
Tiene dos sectores, el este (dividido en más de 50 manzanas) y el oeste (donde hay cerca de 30). Con el tiempo se extendió tanto que en el medio quedó un barrio privado: Caldén del oeste.
Casi en abril de este año, la tendencia no se cambió: las familias siguen llegando para ocupar las casillas que antes usaron otros y armar una propia. Los terrenos se siguen vendiendo. Por ejemplo pueden conseguirse a unos $20 mil.
En 2020, cuando el coronavirus llegó a San Luis, en el República, las familias sufrieron el hambre, tal vez como nunca antes. De un momento para el otro, los hombres y las mujeres que son el sostén de sus familias no pudieron salir a hacer los trabajos de albañilería, la limpieza de casas, la venta de elementos en el trueque, limpiar vidrios, o lo que sea. Ya no tuvieron más la plata para comer y vivir el día a día, porque todos se sostienen así. Y si no hacen changas, tienen planes sociales. O son madres solteras que solo subsisten con las asignaciones por hijo.
“Había comerciantes que con sus vehículos traían bolsones de comida y le repartían a la gente, eso se podía ver constantemente”, recuerda hoy Daniela, que tres años después de su llegada al barrio logró alcanzar algunos de sus anhelos y hoy vive “un poquito mejor”. Tiene un kiosco y una casa de materiales.
Patricia Rodríguez tiene 19 años y dos hijos: el más grande de 5 y el más chico no cumplió todavía 1 añito. Con el dinero de las estampillas pudo comprar el material justo para construir su casa, en octubre. En el mismo barrio vive su padre. Su familia, que es puntana, lleva tiempo radicada ahí.
La joven terminó el secundario en la Escuela Mitre y comenzó a armar su familia. Hace poco inclusive puso un kiosco. “Antes tenía un ranchito. Para mí esto fue lo más importante, más por ellos, porque antes no podíamos ni dormir porque se nos llovía todo”.
Todavía tiene cosas por terminar, le faltan las puertas y el baño.
“Agua acá directamente no tenemos, solamente si andamos solo si buscamos y llenamos el tacho, que a veces no nos alcanza”, contó.
En ese sector, como en todo el barrio, todos están enganchados de la misma conexión eléctrica: “Cuando llueve se apaga todo, o se prenden fuego los cables”.
"Un día se me cayó el techo, y tuve que desarmarlo para instalarlo de nuevo. Así vivo ahora, está más firme. Tengo un merendero, con 88 chicos, que ahora por el coronavirus vienen los papás o los chicos y retiran la merienda", contó Celia, que vive solita rodeada de plantas.
Los comedores cumplen un papel fundamental en todo esto, por eso es imposible ponerlos al margen si hay que hablar del barrio. Por la pandemia la asistencia se triplicó, y afortunadamente muchos pudieron persistir, se fortalecieron, siguieron haciendo comida y comenzaron a repartir en viandas, cuando ya no pudieron recibir más gente para que se sentara en una misma mesa. Si se sostienen es porque la ayuda de la gente común no se termina.
La necesidad es tanta y a veces las donaciones tan pocas, que ahora tuvieron que organizarse para garantizar un plato de comida todos los días de la semana.
La crisis económica se profundizó con el correr de los meses y las restricciones del 2020 a causa del coronavirus, y entonces las donaciones disminuyeron.
Natalia, que tiene a cargo “Corazones solidarios”, tuvo que reducir los días de cocina. La mercadería que consigue no le alcanza para cubrir toda la demanda. Ahora con su esposo prepara el almuerzo solo los sábados.
“Se complicó para todos, antes estábamos semanalmente. No tenemos el alimento necesario, nosotros tenemos dos comedores. La ayuda que tenemos la juntamos a través de Facebook, y consiste en el padrinaje de un niño, y cada persona dona $100. Con eso hacemos la comida”, contó la responsable del comedor que contiene a 200 niños.
Norma Funes tiene 23 años y dos hijos que van a la escuela (5 y 6 años). “Mi familia vive en el barrio 9 de Julio, y hace un año que decidí venir a vivirme sola. Esta casilla la construimos con mi ex pareja. Acá no hay agua, saco del vecino”, relató.
Ahí donde vive no puede ni bañar a sus hijos. Entonces cuando van a la escuela los lleva a su casa materna, y ahí los prepara. Al final del día regresan.
José Villegas y Alejandra Ruarte son de los primeros habitantes, y por estas horas continúan comandando un comedor. Le pusieron “Manos a la obra” y nació en una casita de naylon. Hoy, también con la solidaridad de los particulares, están construyendo un salón.
“Las necesidades siguen estando, con la pandemia hizo que se multiplicara. Ahora hay más de 50 familias, todos vienen con su taper a retirar la comida, los martes y viernes”, contaron.
“Ha ingresado mucha gente, se aumentaron muchas familias, no somos los pocos del comienzo. La gente es muy humilde, la mayoría vive de changas. Actualmente hay quienes no tienen trabajo, los que dependían de la construcción siguen sufriendo por los parates, las restricciones que hubo, bajó mucho”, resaltó Villegas.
Esa parte del barrio, a la altura de la manzana 55, es la única que pudo mejorar en algunos aspectos. El agua les llega en buen caudal y entre todos los vecinos pudieron comprar los cables y los palos “para tener la luz como se corresponde”. Pusieron unos $1000 cada uno y solo así pudieron conectarse a 220.
Los que en el 2020 cobraron el IFE lo destinaron para arreglar “el rancho”.
Más gente que se instala, más malezas que lo tapan todo y calles intransitables; eso se repite a la vuelta de cada esquina.
“Acá la inseguridad se vive mucho, y con los servicios nos gustaría que fueran legales que todo se haga como debe ser, que tengamos papeles al día, y en regla. Hay muchas personas que quieren estar mucho mejor. Las personas avanzaron con el IFE, y levantaron sus casitas”, tuvo en cuenta Daniela.
Con la expropiación que hizo la Municipalidad en 2018, a través de una ordenanza que sancionó el Concejo Deliberante, se delimitaron 78 hectáreas. Y se puso ese límite. Sin embargo la gente siguió ingresando. La “desesperación de tener dónde vivir” no se termina, más bien se extiende y hace difícil saber cuántas familias en realidad están ahí adentro.
“Me vienen a consultar todos los días si no hay un lote, porque ya no pueden pagar el alquiler”, dijo Daniela.
“En plena pandemia comenzamos a hacer comida”, cuentan Ramón Lazarte y Rosa Luna, fundadores de “Semilleros del República”. Ese espacio que había nacido como un club de fútbol que daba la merienda a los chicos, se reinventó. Hacen hasta 120 viandas de comida. Pero cada día se anota más gente.
“Hay muchas personas que la está pasando mal, que no tienen trabajo”, asegura Lazarte. “Con este rebrote tenemos que estar más preparados para algo mayor que el año pasado”, tuvo en cuenta.
Donde están instalados el agua no llega, entonces la compran a $500, y además tienen una huerta. Todo lo hacen con las donaciones, inclusive cuando comenzaron las clases pudieron repartir útiles. También preparan la merienda. Muchas veces son tortas fritas.
La situación económica es tan grave, que “algunos comedores” comenzaron a cocinar de noche para que muchos niños y adultos no se vayan a dormir con hambre.
Las historias se repiten. Son idénticas. No suele verse mucho movimiento por la mañana, pero como en toda la semana cuando llega el mediodía los vecinos se cruzan por las calles. A las 12 o a las 12:15 caminan con la bolsita, donde llevan su porción de guiso de fideos calentito que les permitirá pasar una nueva jornada.
Lo que duelen son los niños. Protagonistas de cualquier día. Y las imágenes hablan. Muestran cómo es realmente ese mundo. Dos hermanitos se detienen por esa calle de tierra despareja y se pasan la comida de un recipiente al otro. Así entrenan la supervivencia.
Fotos Marcos Verdullo – Video: Víctor Albornoz -Edición: Gonzalo López