Historias de San Luis: el doctor Chada y su guardapolvo blanco
El guardapolvo blanco fue, es y será lo que ha distinguido al doctor en Medicina Jorge Chada.
Fue su atuendo de siempre. Lo veía a diario en su casa y consultorio en la avenida Illia al 100, muy cerca del viejo domicilio de Radio Dimensión.
Impecable, de lentes, cordial, saludando a cada persona que encontraba en su camino o deteniéndose para dialogar.
“Un amigo incondicional”, no dudan en afirmar quienes lo frecuentaron.
Un médico con una gran sabiduría, generoso y solidario.
Una buena persona. Porque como dicen, no se puede ser un buen profesional si no se es buena persona.
Por supuesto que para llegar a esa realidad recordamos al niño que hizo la primaria en la escuela General San Martín, conocida popularmente como “La Carcocha”, escrito esto con todo respeto, pero ese nombre es tradición total.
Descendiente de familia de inmigrantes que vivían con lo justo.
La secundaria fue en el Colegio Nacional “Juan Crisóstomo Lafinur” y la carrera de medicina en la UBA.
La familia junto a su esposa, Elena Esther Laborda y las tres hijas: Cecilia y María Nazarena quienes son abogadas y María del Valle, “Uki”, médica.
Y por supuesto los malcriados nietos.
Tremendo resumen el realizado, pero me voy a permitir jugar con la imaginación.
Y por eso pienso que lo tengo sentado frente a mí para un reportaje, y que sus respuestas a mis preguntas están en un memorable discurso pronunciado en el año 2003 al recibir una distinción.
Me dice: “¿Cómo detener el reloj de la eternidad? ¿Cómo evitar ese andar determinado que nunca más será el de la juventud? Dichosos los jóvenes que desconocen la nostalgia del tiempo”.
Sobre sus maestros y comienzos cuenta:” Bendigo haber avanzado muchos años en la vida, porque me han permitido conocer los altos espíritus que fueron mis maestros durante la juventud de mis conocimientos médicos”.
“Siento hondamente el honor de haber sido médico activo de la Primera Cátedra de Clínica Médica de Buenos Aires del Hospital de Clínicas, y haber pertenecido al viejo y centenario hospital de la calle Falucho en San Luis, dónde llegué con mí título de médico y miré la vieja casona de puerta altas: era el Hospital”.
“Allí debía entregar mi vida, mi poco saber y mi amor al prójimo”.
Sigue relatando: “Caminé por los antiguos jardines entre cantos del amanecer y llegué a la entrada de Clínica Médica. Era mi ofertorio, el ofrecimiento de mi juventud para llevar salud y vida”.
“En ese lugar estaban ellos, los viejos médicos. Maestros dando su sabiduría y su amor: eran árboles humanos, sin hojas, pero cargados de frutos”.
Afirma el doctor Jorge Chada que “allí aprendí en profundidad el misterioso mundo de la carne y del espíritu, aprendí a comprometerme, enfrentar el dolor y el sufrimiento, aprendí que debía permitir que la muerte me tutee”.
“Allí aprendí que la vocación de médico no tiene intermitencias, es consagración de por vida al estudio, al trabajo, al ser sufriente”.
“Allí aprendí el bien pensar y el bien hacer. Porque estamos bajo la Cruz de Cristo para compartir con los que sufren, esperan, los solitarios, los olvidados, los que necesitan respuesta para el dolor”.
“El respeto del sufriente nos honra, decía el doctor Massei, es una confianza que se entrega a una conciencia”, recuerda emocionado mi entrevistado imaginario.
Añade: “los años de médico los veo pasar, como dijo el poeta, asomado al balcón de la nostalgia”.
Cuenta que cuando recibió la noticia de una nueva distinción “me paré frente a frente de mi guardapolvo blanco, mi querido amigo, mi compañero. Miré mis manos, conjugué las dos imágenes y con el alma titubeante les dije gracias, nos comunican hoy que nos van a dar un reconocimiento”.
“Al abrazar al guardapolvo salieron de entre sus pliegues cientos de recuerdos, todos con la misma mirada, única, universal, esa mirada que trasluce el dolor de una enfermedad. Que no sabe de tiempos, ni de esperas, que no sabe de reproches, pero sí de agradecimientos”.
“Luego froté mis manos, entendí que estaban llenas de camas con sábanas blancas, de catres con ponchos arriba, esperando el saber que guíe mis dedos”.
Refiriéndose a los médicos enfatizó: ¿Qué les voy a hablar de la vida a ustedes colegas, que tanto saben de la muerte?
Y a mi pregunta final respondió: “si alguien en el más allá me preguntare que sería en la tierra les diría: Médico, a no dudarlo, para toda la vida”.
Me dio la mano, y se levantó del estudio imaginario.
Lo seguí mirando mucho tiempo mientras se despedía.
Mi invitado, el doctor Jorge Chada, se distinguía con su guardapolvo blanco.